viernes, 9 de agosto de 2013

Cuando tenía cuatro años...

Esta es una historia corta que se me ocurrió un día, algo así como un resumen, porque se me da más bien hacer cortos que un relato de 100 páginas. En fin, es una historia que trata sobre la vida de Tommy a medida que va creciendo junto a Rebecca. Se mezclan el amor, el odio, muchas emociones junto al arrepentimiento y el saber perdonar, al igual que las injusticias de la vida como lo es la enfermedad de Tommy. Y cuando uno madura y se hace mayor ve el mundo de otra forma y aprecia a las personas con otro corazón, por eso, aunque la historia empiece con Tommy como narrador, he querido acabar contando los sentimientos que han perdurado durante mucho tiempo en el corazón de Rebecca, y terminar con un feliz final el corto con el que pretendo emocionar, aunque sea solo un poquitín, a quien lo haya leído. Espero que les guste y disfruten de ello, que tengo preparados algunos más que voy a publicar más adelante.

Tommy:
Cuando tenía cuatro años, Rebecca entró en mi mundo.
Se mudó a mi casa. Yo no la conocía, ni siquiera la había visto alguna vez. Para mí, ella era la niña que se introdujo en mi vida, jugaba con mis juguetes porque apenas tenía alguno, comía la comida que mamá compraba y dormía en la cama que tenía al lado en mi propia habitación. Y todo sin mi permiso. Primero pensé que era una intrusa, o algún tipo de juego, por lo que no supe adaptarme bien a ella y su madre viviendo en la misma casa que la mía, aunque era un apartamento miniatura en vez de una casa. Pero luego me acostumbré. Su padre había abandonado a su madre mucho antes de que ella naciera. Cuando le comunicó que estaba embarazada, el tipo de enfadó y no quiso saber nada más de aquella mujer, dejándola sola y apunto de perder el trabajo con un bebé en la barriga. Su madre y la mía eran íntimas, por lo que cuando la despidieron mi mamá aceptó cuidar de la niña mientras su madre buscaba un nuevo empleo. A cambio, pagaban la mitad de la pensión y gastos del piso. Yo, sin embargo, al igual que Rebecca también había crecido sin padre. Mi mamá cometió un grave error al ir a una fiesta al pueblo de al lado, donde un tipo desconocido la dejo embarazada de mí. No aclaró si fue algún tipo de violación o si estaba demasiado ebria como para percatarse de la situación. Sin embargo, mamá tenía novio, y el hombre no tenía ninguna culpa de nada. Ella asumió toda la responsabilidad y lo dejó ir. Él no tenía la culpa al fin y al cabo. Gracias a Dios, yo era casi exacto a mi madre, y no al tipo que la dejó embarazada.
Mi madre no odiaba a los hombres. La madre de Rebecca sí. Yo era un hombre, o, bueno, un niño. ¿Eso significaba que me odiaba? No. A ella le gustaba. A todo el mundo le gustaba. Yo era el niño pelirrojo con un sin fin de pecas por todo el cuerpo, la piel pálida y los ojos verdes como las hojas en primavera, como decía mamá. Según todos, yo era adorable. Pero mi corazón era débil, demasiado débil como para resistir como los demás niños. La gente se volvía más vulnerable conmigo.Yo no quería eso. Tampoco quería toda la atención que me dedicaban. Dejaban a Rebecca en un segundo plano. Y Rebecca era la niña más bonita y agradable del mundo. Además, ella era muy lista. Mucho más lista que yo, aunque nos lleváramos ocho meses. Su pelo era castaño, y sus ojos marrones muy oscuros. Yo nací en enero. Ella en agosto. Éramos como polos opuestos. No teníamos nada en común, salvo que a ambos nos gustaba comer cereales de miel por las mañanas. Como dije antes, Rebecca jugaba con mis juguetes. Al principio, yo me enfadaba. Eran míos… Luego me regañaban y me decían que tenía que compartirlos con ella, pero yo tenía cinco años, ni siquiera sabía muy bien qué significaba la palabra compartir. Fuimos creciendo juntos. Para mí, ella era la hermana pequeña a la que debía cuidar y proteger, aunque Rebecca fuese más fuerte que yo y tuviese más resistencia. También nos peleábamos, como hacen todos los hermanos. Nos castigaban uno a cada extremo del corredor de nuestro piso para ‘reflexionar’ y al fin perdonarnos. Sin embargo, eran peleas estúpidas por motivos estúpidos.
Un día la hice llorar. Era navidad. Me habían regalado un dinosaurio al que le llamé Rex. La madre de Rebecca había encontrado trabajo pero tenía que ahorrar, por lo que se quedó en casa, aun así, se permitió regarle una muñeca Nancy con ojos saltones. Rebecca quería disfrazar a Rex con un vestido azul y me lo robó, o yo pensé que me lo había robado. Tenía seis años, así que con la excusa de que mi dinosaurio tenía hambre, le arranqué la cabeza a la muñeca. Aquello no fue lo más inteligente que pude haber hecho, sobretodo porque la pobre niña se puso a llorar como una desesperada. Sin embargo, en vez de ir a su madre, cogió a Rex y lo lanzó por la ventana. Nunca lo volví a ver, no es que esperase encontrarlo, ni tampoco que regresase a mi casa. Ambas madres se pusieron echas unas furias y nos castigaron en el pasillo. Estuvimos allí por un rato, entonces Rebecca sacó una pelota azul de su bolsillo y sonrió.
-¿Qué haces con eso? – le pregunté furioso y de brazos cruzados con el culo congelado -. Es mío – protesté. Ella negó con la cabeza con autoridad. Ni siquiera sabía como era posible que estuviese tan contenta después de haberle arrancado la cabeza a su muñeca. Entonces, empezó a hacerla botar y girar en el suelo. -¡Eh! – exclamé, aún más enfadado. Ella se lo estaba pasando bien y yo no, no era justo -. Podrías compartirla, ¿no? – le espeté con todo el sarcasmo que un niño podía hacer. Sus ojos oscuros se clavaron en los míos como dagas. Asumí entonces que no iba a jugar conmigo, pero entonces me lanzó la pelota en el rostro y esperó a que se la devolviera. Y eso hice.
Desde entonces todos los castigos se volvían más divertidos y eficaces. Nos reconciliábamos rápido pasándonos la pelota. Hacía desaparecer todo el odio que habíamos acumulado durante la pelea. El aire se despejaba y éramos dos niños que jugaban en el pasadizo, sin castigo, sin morros ni caras de enfado. Solo sonrisas.
Cuando tenía ocho años y medio enfermé. Fuimos a la playa aquel verano, en un día que derretía las cucarachas y era insoportable estarse en cas sin aire acondicionado, así que decidimos aprovecharlo para darnos un remojón. A Rebecca se le ocurrió hacer una carrera hasta la playa y nadar. Por aquel entonces yo no sabía acerca de mi problema cardíaco y esas cosas – mi madre me lo ocultó, dijo que era demasiado pequeño para entenderlo, que solo quería ver a su hijo divertirse y pasarlo bien. Me enojé, por supuesto, por no haberme dicho tal cosa importante, pero eso no viene al caso. Estuve a punto de ahogarme en el mar. Después de eso fui al hospital y me hicieron pruebas. Un TAC en una cúpula circular y una cosa en la nariz para respirar aire artificial. Según los médicos había hecho un sobreesfuerzo, pero yo me sentía perfectamente. Sin embargo, Rebecca no volvió a retarme a nada en la vida. Además, ella estuvo castigada, supongo que eso y el haberme enfermado cambió la relación que manteníamos. Aquello rompió el hilo que nos unía, o que nos mantenía unidos. Podía sentir su odio hacia a mí diez metros de distancia. Se aisló de mí de una forma que nunca imaginé que haría, o más bien, me alejó de su vida. Esa puerta dulce y encantadora de su corazón que se había mantenido abierta durante la inocencia de la niñez para mí, se había cerrado de golpe. Un buen golpe en las narices. Y los siguientes cinco años estuvimos compitiendo todo el tiempo. Ella era tozuda como una mula y no se daba por vencida y yo quizás tenía más orgullo que para dejarme ganar, a pesar de ser un egoísta despiadado, con el mismo corazón sensiblero de siempre. Eso era una tontería, sin embargo, ¿intentar superarla? ¿Qué idiota haría eso? Yo con diez años era ese idiota. Además, Rebecca lo ganaba todo: las pruebas escolares, concursos, fue la mejor estudiante por no sé cuanto tiempo y muchas cosas más. ¿Y yo quién era? Yo era el niño que hacía vulnerable a los mayores. Eso jugaba en su contra, por lo que yo ganaba. Los profesores me daban algunos privilegios, que la pusieron celosa. Y me alegraba por ello. ¡Me alegraba! Pero alcanzamos la adolescencia, y fuimos al instituto, y el niño bonito que fui se convirtió en una especie de bicho raro Don nadie. Mi vida dio otro giro tan impresionante que me faltaba aire. Mientras Rebecca era una especie de modelo a seguir que iba con los más populares del colegio, yo intentaba no acabar con un ojo morado al final del día. Y su relación conmigo empeoró. Mucho. No me dirigía la palabra y ni siquiera me miraba. Las cosas en casa iban igual de mal: hizo poner un mantel entre su cama y la mía, ya no hacíamos los deberes juntos y pasaba la mayor parte del tiempo con sus nuevos amigos. No la reconocía. Aquella niña con la que jugaba en el pasillo cuando nos castigaban con una palota azul no era la Rebecca que yo conocía. No mi Rebecca.
En aquella edad mis sentimientos por ella se hicieron más intensos que nunca. Pero yo no quería a la chica en la que se había convertido, yo quería a la chica que sabía que llevaba dentro. Al tipo de persona que sabía que era, no al disfraz que había creado para mantenerme alejado. Y deseaba con todo mi débil y estúpido corazón que esa chica o niña, o quien quiera que sea, volviera. Deseaba que todo lo que pasó no hubiese ocurrido nunca. ¿Sería eso demasiado pedir a las estrellas? ¿Tener de vuelta a Rebecca? ¿Es que no había sufrido ya lo bastante como para perder a la persona a la que amaba? Pero yo sabía que la había perdido mucho antes de que me diese cuenta y pudiese rectificarlo, o cambiar el pasado.
Cuando tenía quince años ya era casi una mujer. Todo su cuerpo había cambiado, había crecido, su pelo se volvió varios tonos más claros y sus ojos brillaban de forma espléndida. Fue entonces cuando comenzó a salir con Brad Clifton, un imbécil que solo se preocupaba por él mismo. Se había metido conmigo más de una vez, y Rebecca le daba la razón en todo y él la usaba.
Un día Rebecca vino a casa llorando y supe que Brad la había herido. Al día siguiente me enfrenté a él y le dije que no volviera a acercarse a ella, pero lo único que conseguí fue acabar en un contenedor de basura, con el labio roto, la nariz sangrando y varios cardenales por todo el cuerpo. Y eso no fue todo: cuando llegué a casa tuve una sarta de gritos por parte de Rebecca exigiendo una explicación por haber hecho semejante demencia. Ella dijo que estaba llorando porque se había peleado con su mejor amiga y por culpa de mi numerito con Brad, él se había enojado con ella. Después se encerró en su –y mía también- habitación, y tuve que dormir en el sofá.
Luego volví al hospital.
Había sufrido algo parecido a un ataque y tuvieron que hacerme pruebas de nuevo, operarme y rehabilitación. Estuve mucho tiempo ahí, hasta pensé que tenían que cambiarme mi corazón por otro, aunque por suerte no fue así. Al principio Rebecca venía a verme a menudo, pero por la expresión que mostraba en mis visitas no quería estar allí, se excusaba y se iba, y luego no volvía. El tiempo en el hospital parecía haberse detenido, pero en el exterior seguían rodando las manijas del reloj y lo notaba cuando ella venía a verme. A veces tenía el pelo teñido, o llevaba varios pendientes en la oreja nuevos. Mientras ella pasó varias etapas diferentes en su vida, yo siempre fui el niño pelirrojo, con pecas y pálido, solo que un poco más alto.
Recuerdo la última vez que la vi. Habían pasado unos días después de la operación y yo estaba aún medio inconsciente por algunos medicamentos o lo que fuera que me daban, pero por un instante vi sus ojos. Me miraba con el mismo odio de siempre, pero en ellos también se reflejaba dolor, el mismo dolor que veía en mi madre. Y todo era por mi culpa. Yo nunca quise que sufrieran.
Seguí aislado del mundo durante un par de meses más, bajo la protección del hospital, donde el tiempo se detenía por completo, y yo no sabía lo que ocurriría cuando volviese a casa, o al instituto. Tenía la esperanza de volver a ver a Rebecca, pero con el paso del tiempo asumí que eso no sería posible. Mi madre me contó que habían conseguido suficiente dinero para un piso y varios meses de alquiler, por lo que ya no vivían en casa. Esa fue la noticia definitiva para saber que finalmente yo estaba completamente fuera de su vida. Así que un día cogí un lápiz y un trozo de papel y escribí: Si me muriera mañana, ¿vendrías a verme hoy?; y lo envié a su nueva dirección en una carta.
Nunca vino.
No sé exactamente si fue porque no la recibió o simplemente la ignoró, pero cuando salí del hospital hacía tiempo que daba por hecho que no iba a saber nunca más de ella.
Seguí mis estudios. Fue más difícil de lo que pensé volver a la sociedad aunque tuve suerte cuando empecé la universidad e hice nuevos amigos. Cuando tuva la edad suficiente, me independicé, pero no fui muy lejos. Había un piso al final del pasillo en el mismo bloque que había estado viviendo toda mi vida que estaba vacío, así tenía mi propio hogar y estaba cerca de mi madre, ya que no quería dejarla sola. Y con todo eso, empecé una nueva vida, y la verdad es que fue bastante bien: conseguí un trabajo en la cocina de un hotel, ya que siempre me entusiasmó estudiar cocina; conocí a una chica llamada Amanda de la que me enamoré, y no volví a sufrir ataques, solo algunas revisiones de vez en cuando. Conseguí un aumento en el trabajo y me permití el lujo de ir a París con ella. Fueron los mejores años de mi vida. Todo era mucho mejor. Lo único que hacía desaparecer la sonrisa de mi rostro era Rebecca. No sé porque aún conservaba una leve esperanza, la verdad, pero a veces no podía dormir pensando dónde estaba ahora, o qué estaba haciendo, o si salía con alguien. Aunque aquella chispa fue apagándose lentamente, dejando en mi mente un recuerdo confuso de los años que ella había estado en mi casa con una sonrisa ensanchada en el rostro, feliz de estar conmigo.
Un día fuimos a cenar a casa de mi madre, y Amanda quiso ver fotografías de mi niñez. Me sorprendió que en la mayoría de ellas no estuviese solo. En todas aparecía Rebecca, con el rostro aún de una niña, la niña más hermosa que jamás había conocido, y los recuerdos vinieron de nuevo como si nunca se hubieran ido. Y entonces me di cuenta de lo mucho que la echaba de menos, de que aunque mi vida hubiese cambiado por completo una vez más, los sentimientos que perduraron en mi corazón durante mi adolescencia siempre fueron los mismos. Y eso no lo podía reemplazar con otra persona, porque sabía que mi amor por Amanda no era real, y no quería herirla de esa forma.
Pero también sabía que no podía recuperarla ya aquella esperanza a la que durante un tiempo me aferré se había ido, pero ella siempre permaneció en mi mente. Nunca se fue.
Así que tomé una decisión y rompí con Amanda. Aquello también fue doloroso para ella, pero no quería que fuese engañada ni sujeto de una amor falso.
Tenía veinticuatro años por aquel entonces, y me sentía perdido, fuera de lugar. Como cuando salí del hospital y tuve que enfrentarme al mundo porque allí el tiempo se había detenido para mí. Yo había intentado hacerlo de nuevo, lo de parar el tiempo digo, pero el presente me golpeó por detrás y caí de bruces al suelo.
Una noche en el hotel, mientras yo terminaba unas exquisiteces, asomé la cabeza por uno de los cristales circulares de las puertas que daban al comedor para ver a los clientes disfrutar de la comida. Siempre me gustaba hacer eso. Mi miraba fue vagando por cada una de las mesas, hasta que choqué con unos ojos oscuros que me miraban fijamente. No los reconocí al instante hasta que vi el rostro completo.
La madre de Rebecca estaba allí y intuí, por la cabeza rubia oscura que tenía delante de ella, dándome la espalda, que estaba con su hija. Estonces ella articuló algo con los labios e hizo que Rebecca empezase a darse la vuelta lentamente. Yo me escondí; no quería que me viese, tampoco quería verla. Me revolvía las tripas el simple hecho de saber que ella estaba aquí, tan cerca de mí.
Me disculpé y me marché cuando un fuerte palpitar en la cabeza amenazó de que aquella no sería mi mejor noche.
Había estado esperando por aquel momento prácticamente toda mi vida, y a la hora de la verdad ni siquiera podía verla, y menos interactuar con ella. Rebecca no había sido capaz de hacerlo durante todos estos años, todo el tiempo que estuve en el hospital mientras ella se lo pasaba bien con sus amigos. Ahora era mi turno.


- Rebecca

No sé porqué me esperé ahí sentada, perdiendo el tiempo. Él probablemente ahora viviera en otro edificio, con alguna pareja y una vida sin remordimientos, pero yo tenía un agujero negro en mi pecho que yo misma había creado, y me sentía estúpida por ello. No sabía como deshacerme de él, así que probé con lo último que me quedaba: enfrentarme a la realidad, sentarme allí y esperar.
Y mientras esperaba, los remordimientos del pasado que estropeé venían otra vez de golpe, como si no me sintiera ya lo suficientemente culpable como para lidiar con otra ronda de recuerdos cada vez más dolorosos. Lo fastidié, bien sí, sé eso, pero todo el mundo merece una segunda oportunidad ¿no?
Al fin y al cabo yo era una niña, no sabía lo que hacía. No era una buena persona al sentirme celosa de él, pero Tommy lo aprovechaba en mi contra y eso era lo que más me enfurecía de todo.
Lo admití, ¿pueden los dioses dejarme en paz ya?
Pero luego siempre aparecía el horroroso recuerdo en el hospital. Él conectado a una máquina, más pálido que nunca, con su hermoso cabello pelirrojo todo revuelto y sus párpados cerrados, ocultando esos maravillosos ojos verdes, ‘como las hojas en primavera’. Y yo lo abandoné. Lo dejé tirado porque mi orgullo pesaba más que él, y no lo ayudé cuando más me necesitaba, sobretodo porque echaba de menos los viejos tiempos y no era capaz de admitir tal cosa. Tenía un ego demasiado grande como para eso.
Así que rezando a los dioses para que me diesen esa oportunidad, esperé a Tommy. Mi Tommy, él que nunca cambió, no como yo.
Y por mucho que rezase sabía que no me perdonaría, porque lo que le había hecho no merecía su perdón. Y lo sabía, y seguía teniendo ese orgullo que me esperanzaba de tal idea, de tener la compasión del chico del que estaba enamorada y con el que rompí todos los lazos por unos simples y asquerosos celos de niña de diez años.
Oí el rugido de una moto que se detenía. Luego nada. Y luego unas pisadas que indicaban que alguien estaba subiendo por las escaleras, ya que el bloque no tenía ascensor. Mi corazón empezó a acelerarse hasta que alcanzó un ritmo frenético cuando quien estuviese ahí estaba subiendo el último tramo de escaleras hacia el último piso, es decir, donde yo me encontraba. Un cuerpo apareció. Era alto, delgado aunque parecía haber echo ejercicio y la prueba definitiva para reconocerlo: un pelo anaranjado bastante alborotado.
Sin embargo, en vez de dirigirse hacia la puerta donde estaba yo sentada delante, caminó hasta el otro lado del pasillo con los hombros caídos, algo abatido. Cuando llegó a la puerta del final buscó en los bolsillos de sus pantalones por la llave de su piso. Yo miré la pelota por última vez antes de lanzarla en su dirección cuando él se dispuso a abrirla. Rebotó varias veces antes de detenerse entre sus pies, chocando levemente con la puerta. Primero, Tommy miró la pelota, no podía verle el rostro, así que no sabía de su expresión, pero luego, él se giró y sus ojos se clavaron bruscamente en los míos. Me quedé petrificada por el cúmulo de emociones que atravesaron su rostro en un segundo: sorpresa mezclada con un poco de tristeza, anhelo y enojo.
Pero después de un segundo más, una lágrima diminuta rodó por su mejilla y solo entonces me sí cuenta de lo mucho que lo había extrañado y de la humedad de mis mejillas.
Y ahí lo tenía, delante de mí, con una sonrisa floreciendo en la comisura de su boca mientras podía notar mi propia sonrisa asomarse debajo todo aquel sentimiento de culpa y resentimiento.
Por fin.
Mi Tommy.

-Dime, ¿qué es lo que pasó con Brad?
Ahogo una risita y le tiro la pelota de vuelta. Él la alcanza con facilidad y espera la respuesta antes de devolvérmela. Pienso en eso. La verdad es que nunca me preocupé por Brad, solo era para obtener más popularidad de la que ya tenía gracias a todo mi egoísmo. Y podría decir lo mismo de Brad. Yo ya sabía que el chico era un desgraciado, nadie tenía que decirme eso, solo quería probar qué se sentía estar en lo más alto de la popularidad, algo que aumentó aún más mi egoísmo, hecho del que no me siento realmente orgullosa.
-Nos dimos cuenta de que, aunque formásemos la pareja perfecta, no nos amábamos – respondo, aunque no es del todo cierto. Siempre he sabido que mi pareja perfecta era Tommy, que me lanza la pelota y sonríe.
-Entiendo – dice, mientras acerca su rostro a escasos centímetros del mío. Lo contemplo sin prisa, su pelo pelirrojo, sus cejas del mismo tono, lo que me hace reír, y esos ojos, oh Dios, esos ojos verdaderamente hipnotizantes aún más verdes que las hojas en primavera y su sonrisa, moriría por ella tanto como él muere por la mía. Así que vuelvo a sonreír, y lo beso, porque es lo único que siempre he deseado, porque es lo único que me hace olvidar todos los años perdidos bajo la soledad de una vida sin él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario